John Steinbeck (1902-1968) publicó en 1939 su novela Las uvas de la ira, que fue llevada al cine en 1940 con muchos premios y nominaciones. La novela ganó el premio Pulitzer en 1940 y el autor ganó el Premio Nobel de Literatura en 1962.
No recuerdo cuando leí por primera vez el libro pero estoy segura de que fue hace más de 15 años. Lo releí recientemente con el propósito de escribir esta reseña, buscando balancear mis lecturas y reseñas entre lo que se ha publicado en los últimos 20 años y lo más viejo, que tal vez ya podemos llamar clásicos.
Lo primero que me sorprendió en esta relectura es lo poco que recordaba de la estructura narrativa, que combina y alterna en los capítulos una descripción general del contexto donde desarrolla su historia y la historia de la familia Joad. Esto es importante porque trata de recordarnos que la historia no es de una familia que cae en desgracia por los efectos secundarios de la crisis económica de 1929, es la historia de una generación, de toda una región, representada por la familia Joad.
Lo otro que me sorprendió es lo vigente que sigue siendo la lectura de Las uvas de la ira, lo cual es un poco deprimente porque la historia es muy triste, donde un autor norteamericano retrata la parte cruel del capitalismo.
La familia Joad es una típica familia que ha vivido de la tierra en el medio oeste estadounidense, que pierde la propiedad de la tierra cuando no logran hacer los pagos al banco que les prestó dinero para sobrevivir la crisis. El banco toma posesión de la tierra de muchas familias y estas deciden migrar al oeste, dejar todo, por el sueño californiano de trabajo recogiendo cosechas frutales. La idea no es una ocurrencia espontánea, es fomentada por muchos volantes que circulan por todas estas regiones agrícolas donde se anuncia mucho mucho trabajo en el oeste.
No son los únicos que parten, salen caravanas y caravanas de autos destartalados hacia una vida que suena mejor que lo que están viviendo. Por supuesto no tienen dinero ahorrado, y todos los miembros de cada familia, venden sus cosas y cooperan para realizar este viaje.
La vida es menos de lo que prometían los volantes, es menos digna, menos fácil. Hay trabajo pero también hay muchos trabajadores disponibles, y no hay una sociedad que dé la bienvenida.
Y lo triste de esto es lo familiar que suena con respecto a la migración latinoamericana hacia Estados Unidos de América en busca del sueño americano, de trabajo, que huyen de las consecuencias del capitalismo en sus regiones o países.
Mientras iba leyendo Las uvas de la ira me sorprendía lo fácil que podía intercambiar ciertos adjetivos por otros y la oración seguía teniendo sentido. Un ejemplo fácil es cuando se cambia la palabra «okie» por «beaner». Ambas denominaciones hacen alusión a un forastero que vino a mi tierra (del que lo dice) a recoger la cosecha y que afean/empobrecen el lugar.
Ésta es nuestra tierra. No podemos permitir que estos okies se nos suban a las barbas.
Steinbeck es un narrador extraordinario, que logra en Las uvas de la ira un balance justo, bello, y en ocasiones poético, de hechos ciertamente tristes. El libro te rompe el corazón al ver lo poco que avanzamos desde ese punto, los esfuerzos extraordinarios que hace la familia Joad y los que interactúan con ellos para retener algo de alegría, algo de humanidad, algo de dignidad.
Hay que darles algo en qué pensar; tenerlos a raya; si no, solo Dios sabe de lo que serán capaces. ¡Pero si son tan peligrosos como los negros en el sur! Si alguna vez llegan a juntarse, nada podrá detenerlos.
El actual clima de xenofobia, de racismo, de resentimiento a las migraciones laborales sólo me llevan a la conclusión de que Las uvas de la ira es un libro que no se ha leído lo suficiente, porque no hemos aprendido nada, no entendimos nada y seguimos repitiendo la misma historia con muy pocas diferencias. Muy recomendable.
Aura Espitia Muñoz Cota