La carretera de Cormac McCarthy

Esta novela, La carretera (2006),es del camino; es decir del transcurrir hacia una meta. Para comprenderla me fijo en el final: el desenlace da sentido al caminar. El padre busca el mar como una posibilidad de encontrar ahí a gente buena, a un mejor lugar. El cumplimiento de una misión: nosotros, se dice repetidamente tenemos el fuego, los mantiene vivos y unidos.

Vayamos al final: poco antes de morir en un panorama hecho de cadáveres incinerados, pisando por aquel mundo muerto como ratas en una rueda se nos dice: “Caminaba, el padre, encorvado. Mugriento, andrajoso, desesperanzado. El chico seguía andando y luego paraba y miraba atrás y el alzaba sus ojos llorosos y veía de pie (a su hijos) en la carretera” y, en una importante afirmación: “lo veía ahí mirándole desde un futuro inimaginable, resplandeciendo en aquel páramo como un tabernáculo”.

Momentos después, en lo que sería su última noche, el padre vio venir a su hijo “por la hierba y arrodillarse junto a él con la tasa de agua que había ido a buscar. A su alrededor todo era luz.” Para quien los acompañó en el viaje, la afirmación sorprende: hasta el momento todo había sido obscuridad. Y reafirmando este encuentro con la luz se expresa: “Mira todo esto, dijo. No hay un solo profeta en la larga crónica de la tierra que no encuentre hoy aquí su razón de ser. Tenía razón hablaras de lo que hablaras”.

En el último diálogo le entrega su misión: “quiero estar contigo. No puede ser. Por favor. No. Tienes que llevar el fuego. No sé cómo hacerlo. Si que lo sabes. ¿Es de verdad? ¿El fuego? Si ¿Dónde está? Yo no sé dónde está el fuego. Sí que lo sabes. Está en tu interior. Siempre ha estado ahí. Yo lo veo.”

El chico es parte de la misión profética, la que explica y da sentido a lo ocurre; es portador del fuego, es tabernáculo. En él la bondad se encuentra.

La transfiguración en luz, el ser convertido en tabernáculo es la culminación del camino y es la revelación de aquello con que se define al niño, al principio de la novela. “Si él, se dice, no es la palabra de Dios Dios no ha hablado nunca.”

Con esta revelación del niño, creo que no es ocioso el que el que, después de la muerte del padre, haya permanecido tres días en el lugar pues el autor continúa la tradición bíblica de los tres días en el sepulcro.

Una obra de arte no es un vehículo para difundir conceptos. Pero entre más profundiza, más se acerca a quienes, desde la filosofía, la religión o la crítica social, descubren ecos de sus creencias, de sus pensares. No es difícil, así, en esta obra encontrar seres humanos cercanos a una mística como la de San Juan de la Cruz quien al describir la culminación del ser humano nos dice: Oh lámparas de fuego/en cuyos resplandores/las profundas cavernas del sentido/estaba oscuro y ciego/con extraños primores /calor y luz dan a su querido. Misma luz e iluminación que surgen después de la obscuridad, del caminar entre cenizas, entre polvo o dicho en lenguaje de San Juan de la Cruz de tener a los sentidos oscuros y ciegos.

Sin perder de vista el final, dirijamos la mirada al camino a La Carretera. Árboles quemados, ciudades calcinadas, cadáveres, vacío. Pocas descripciones podrán encontrarse de un mundo no muerto, sino más que muerto hostil, cerrado al hombre, incapaz de comunicar bondad. Por su parte, ningún autor ha manejado tan repetitivamente los términos noche, obscuridad, vacío como San Juan de la Cruz.

Para el padre y el hijo de La Carretera al igual que para el alma que busca a Dios, si se quiere llegar al fin del camino: a la luz, al encuentro con la bondad es necesario caminar a fondo, no evadir, negarse al descanso.

El padre y el hijo no se detienen ni en la casa ni en el barco lugares en que había de todo para vivir bien. Al igual que en San Juan de la Cruz, él negarse, el no detenerse es obligado para alcanzar el amor.

La Carretera es obscura, de ceniza, llena de riesgos. Al caminarla y ante tantas exigencias y maldades se puede perder la esperanza. El camino del místico es parecido: se va por una senda obscura; ni los sentidos ni la razón sirven de guía. Todo parece estar en contra para impedir la subida al monte Carmelo; todo: paisaje y hombre están en contra de la llegada del padre y el hijo al mar.Ese caminar tiene efectos en el espíritu, en el ánimo, en el pensar y el sentir. Es doloroso, está hecho de desprendimientos. Nada da abrigo y seguridad: todo es posibilidad de caída, de muerte. Y, en esa situación surge la rebelión, el sentimiento de abandono o de inexistencia de Dios.

Y, nueva coincidencia con San Juan de la Cruz en esta rebelión del hombre, McCarthy así la presenta: “Levantó la cara al pálido día. ¿Estás ahí?, susurró. ¿Te veré por fin? ¿Tienes cuello por el que estrangularte? ¿Tienes corazón? ¿Tienes alma maldito seas eternamente? Oh, Dios, susurró. Oh, Dios.”

Cuatro siglos antes San Juan de la Cruz afirma, para los tiempos que vivía  algo más fuerte : “lo que esta doliente alma aquí más siente, es parecerle claro que Dios la ha desechado y, aborreciéndola, arrojado en las tinieblas, que para ella es grave y lastimera pena creer que la ha dejado Dios. El alma vive en la sombra de muerte con gemidos de muerte y dolores del infierno, se siente sin Dios y castigada y arrojada e indigna de Él, y que está enojado, que todo se siente aquí y más que le parece que ya es para siempre.”

Lo esencial del mundo es descrito en la novela: “De pie y fugazmente vio la verdad absoluta del mundo. El frío y despiadada gira de la tierra intestada. Oscuridad implacable. El aplastante vacío negro del universo”

Sin embargo, a pesar de estas visiones el padre y el hijo de La Carretera y las almas de San Juan de la Cruz siguen su caminar. Esperan contra toda esperanza.

“Todo va a ir bien, ¿verdad, papá? Sí. Todo irá bien. Y no nos va a pasar nada malo. Desde luego que no. Porque nosotros llevamos el fuego. Así es. Porque llevamos el fuego.”

En La Carretera de Cormac McCarthy el mal se ha enseñoreado del planeta: los ríos y el mar grises, sucios: el viento no refresca hiere, destruye, enfría; el suelo es lodo o polvo seco: impide la vida. Aquí prácticamente no hay objetos: todo se ha perdido en la ceniza, en lo quemado, en lo muerto. Es el daño por el daño; es el daño causado por el pecado unido al poder tecnológico. El mal envuelve todo.

Y, de quien se esperaría a lo manos participar del mismo dolor, se reciben amenazas, intentos de asesinato, todos están en contra de todos en una lucha degradante de canibalismo. De los tres humanos con quienes hablaron, dos terminaron muertos y el más pobre recibió alguna ayuda.

Y, en contraste la voluntad del niño de ayudar, de no hacer daño mantienen viva la bondad sin restricciones, como fin principal del ser humano. En un acto, para el momento, heroico de generosidad el chico regala comida a un anciano. Este se niega a darle las gracias. “Debería darle las gracias al chico. ¿Sabe? dijo el hombre. Yo no le habría dado nada. ¿Por qué lo ha hecho? Miro hacia dónde estaba el chico y luego miró al viejo. No lo entendería, dijo. ¿Quizá el chico cree en Dios? No sé en qué cree.” Y, a pesar de este no saber, nos regala un acto que está más allá del deseo de supervivencia, un acto de pura caridad. Absoluto, pues.

Cuando se dice que es una novela post apocalíptica, aparte de decir una tontería teológica pues el apocalipsis es el libro que devela lo último que pasa, el juicio final, lleva a la ilusión que esto pasará después mucho después el mundo se acabe.

Esto no es cierto.  Los sentimientos de miedo, de soledad; el no saber si se va a seguir viviendo al día siguiente y en particular el tener al que está enfrente como un enemigo son fenómenos de hoy. Son una vivencia muy cercana, sumamente cercana a nosotros. Y si no que lo diga cualquier usuario del transporte público en Tlalnepantla, Ecatepec que repite los riesgos de La Carretera, sólo que ahora montado en una pesera. Esta novela más que premonitoria es un reflejo de lo que ya se nos vino.

Pero es una novela al fin de cuentas optimista. El amor conduce al encuentro con los demás; el amor entre el padre y el hijo supera todos los riesgos y daños y, el amor termina como vimos al principio de esta reflexión transformando a un niño en harapos, delgaducho, frágil en un niño que encuentra el amor, la seguridad, el calor. En un niño profeta, tabernáculo, en conclusión en un niño portador del fuego que salva.

Con el mar, con la luz encuentra una nueva familia. “La mujer al verle lo rodeó con sus brazos y lo estrechó. A veces le hablaba de Dios. El intentó hablar con Dios pero lo mejor era hablar con su padre y eso fue lo que hizo. La mujer dijo que eso estaba bien. Dijo que el aliento de Dios era también el de él aunque pasara de hombre a hombre por los siglos de los siglos.” Y en esta conexión con la eternidad culmina como si fuera una oración La Carretera del Cormac McCharty.

Alejandro Cea Olivares

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